Hoy, domingo 23 de mayo, celebramos la festividad de Pentecostés. Para ello os dejo la homilía que, el pasado 2020, dijo José María Rodríguez Olaizola y que fue publicada en el libro ya mencionado en este blog, La palabra desencadenada. Creer en tiempos de pandemia. Quizá nuestro Pentecostés tenga menos que ver con las lenguas de fuego y más con una actitud. Una actitud de vida, de comportamiento, de estar en el mundo y, sobre todo una actitud de apoyo en Jesús y su Palabra.
ENTRE BABEL Y PENTECOSTÉS. NO TENGÁIS MIEDO.
Contemplemos por un instante a los discípulos. Lo llevamos
haciendo todas estas semanas de Pascua. Lentamente hemos ido viendo como el
Resucitado va plantando en ellos la semilla del valor. Fijaos en ese precioso
recorrido que hemos ido haciendo, semana a semana, viendo cómo se vuelve a
encender un fuego, una llama, en los corazones de los discípulos: María que oye
su nombre, Pedro perdonado, Tomás acogido con sus dudas, los de Emaús,
compartiendo la mesa. Pablo, que pasa de perseguidor a testigo. Todos, cada vez
más libres, plantando cara a la persecución y al conflicto.
Los discípulos han experimentado todo tipo de miedos (a la
persecución, al fracaso, a haberle perdido y ahora quizás un poco a que todo se
desvanezca). Sin embrago, el Resucitado
primero, y ahora el Espíritu de una manera definitiva, les va a dar valor. Una
valentía que los lleva a salir a la plaza pública para proclamar la buena
noticia de Jesucristo. La mayoría de edad en la fe solo puede darse cuando uno
decide plantar cara al miedo. ¿Cómo entender nosotros eso hoy?
Hay una experiencia muy universal que es la del miedo. Miedo
que es mirar adelante y pensar que las cosas pueden salir mal. Y esto, en el
tiempo que corre, lo podemos comprender más que bien. Antes teníamos algunos
miedos (al futuro, al desconocido, a que las cosas salieran mal en nuestra
vida…) Pero ocurre que, en los últimos meses, es como si esos fantasmas
posibles se hubieran materializado mucho más. Como que hubieran tomado cuerpo
para convertirse en monstruos cercanos y tangibles.
Mirad, es normal que ahora tengamos miedos. Tenemos miedo al
COVID-19. A sus efectos devastadores. Ya hemos visto que puede hacer en una
sociedad. Un repunte no parece descartado- más bien muchos avisan en esa
dirección-. Tenemos miedo no solo a sus consecuencias, en salud y en vidas
(claro, ese es el mayor miedo, perder a quienes amamos). Pero también hay miedo
al futuro (una preocupación que se cuela a diario en nuestras conversaciones:
las consecuencias económicas, la precariedad, la `pobreza, el rescate…). Miedo
a un mundo que quizás sea muy distinto (y lo desconocido tiene un punto de
incierto que asusta). Miedo, también, a
la conflictividad social (unos a otros, ¿es que no somos capaces de hacerlo
mejor?). Miedo a aislarnos más en lugar
de encontrarnos más.
Tenemos, por delante, una tarea descomunal. Si queremos ser
de verdad levadura en la masa. Si queremos contribuir a marcar una diferencia.
Si queremos ayudar a gestar el mundo que salga de esta crisis global, no podemos
conformarnos con permanecer encerrados en nuestros miedos. Tenemos que
contribuir a sembrar en esta sociedad un mensaje de justicia, de esperanza y
comunión.
Y aquí nos toca elegir entre dos lógicas: la de Babel y la de
Pentecostés. La lógica de Babel tiene tres ingredientes principales: (1) el
sueño imposible y temerario. “Hagamos una
torre que llegue hasta Dios”; (2) la incomunicación, que lleva a no ser
capaces de hacer las cosas juntos; (3) la división es consecuencia de lo
anterior. Esa lógica de Babel es algo muy humano y se puede dar en muchos
niveles en una sociedad; entre países, entre ciudades, entre grupos humanos
divididos por la ideología y los colores políticos; incluso dentro de nuestra
Iglesia.
Frente a ello, la lógica de Pentecostés es todo lo
contrario. Primero, vemos un sueño ambicioso, pero posible, que se gesta en lo
pequeño. Esa comunidad minúscula que, sin embargo, no tiene miedo de dar un
primer paso, de salir a la plaza pública. Y es que, es verdad, el Reino se
empieza a construir con el primer paso. Y aunque hoy pensemos que la Iglesia
pinta poco, esto lo empezaron un puñado de hombres y mujeres sencillos, en una
provincia lejana de un imperio para el que no contaban.
Segundo, esa capacidad de comunicación (simbolizada en ese hablar
y que todos entiendan su idioma). Hay un idioma universal para el ser humano:
todos nos estremecemos con el sufrimiento, tenemos entrañas de misericordia,
aspiramos al amor, al bienestar, a la salud de cuerpo y alma de los nuestros;
todos queremos la paz; es tanto lo que nos une… Quizás es momento de aprender a
hablar de nuevo. Y a escucharnos. De comprender que todos tenemos algo que
decir y que la diferencia no tiene por qué ser motivo de enemistad, porque es
una forma de riqueza cuando se entiende bien (y ahí encajan las palabras de
Pablo sobre los carismas)
¿Da miedo afrontar esta tarea? Sí. Pero Pentecostés ya fue
una vez para siempre, y estamos en el tiempo del Espíritu. Escuchémoslo,
susurrando en nuestro interior, y escuchemos una vez más atravesando el tiempo,
las palabras del amigo, el maestro, el Señor. “En el mundo pasaréis aflicción,
pero tened valor: yo he vencido al mundo”
José María Rodríguez Olaizola, sj
“La Palabra desencadenada. Creer en
tiempos de pandemia”
Colección el Pozo de Siquén, nº 428
Sal Terrae, Maliaño, Cantabria, 2020, págs. 384-386
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