El segundo día del penúltimo mes del año, la Iglesia dedica
su memoria a todas aquellas que, a lo largo de los siglos, casi se podría decir
que desde el inicio de los tiempos, han configurado al Pueblo de Dios. Dicha
fiesta es complementaria de la del día anterior donde se celebran a Todos los
Santos de la Iglesia. Es en noviembre donde las hermandades y cofradías
celebran Eucaristías por todos los hermanos que, año tras año se unen y
contemplan en todo su esplendor, al titular de su hermandad o cofradía, sea cual
sea la advocación que les une.
En el fondo, lo que la Iglesia quiere preguntarnos, además de
la celebración y el recuerdo de todos aquellos que nos han precedido, es qué
sentido le damos nosotros, cristianos que año tras año nos encargamos de mostrar al resto de la
sociedad la Pasión, Muerte y Resurrección del Primer Cofrade de la historia, a
la muerte.
Como dice Álvaro Lobo, sj, en Pastoral SJ, “la fiesta de
los santos y los difuntos no es una reliquia del pasado ni un negocio de
floristerías, es la oportunidad que tenemos la mayoría de las personas de
preguntarnos qué significa para nosotros la muerte y cómo le queremos dar
respuesta. Es el momento de recordar de forma agradecida a todos los que nos
precedieron y de preguntarnos una vez al año cómo queremos vivir”.
Quizá
el día dos de noviembre sea el momento de echar la vista atrás y recordar y
tener presente, sobre todo en estas bodas de oro del paso titular de la
nazarena cofradía logroñesa, a todos los hermanos que nos han precedido en
nuestra devoción por Cristo con la cruz a cuestas camino del Calvario. Eugenio,
Valentín, Juan Carlos, Alejandro, Guillermo, Manolo, Félix y un largo etcétera
de los hermanos que, junto al Nazareno, nos animan día a día, a continuar lo
que ellos ya hicieron.
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