Paso del Descendimiento de Cristo
Imperial Iglesia de Santa María de Palacio.
Logroño. Cofradía del Descendimiento de Cristo.
Ya inmersos en
plena desescalada de la pandemia que nos está tocando vivir, me parece de
justicia rendir un homenaje a todas aquellas personas que, desde el mes de
febrero y a pesar de los políticos, se han preocupado y han hecho posible que
no solo España sino todo el mundo, no quede desabastecido de absolutamente todo
lo que se necesita para que las personas (no olvidemos que todos y cada uno de
los habitantes del mundo somos personas, aunque determinados dirigentes nos
quieran reducir a meras cifras estadísticas) podamos, de algún modo, seguir
viviendo.
Y dentro de todas
esas personas, convendría destacar al sector sanitario. Todos, absolutamente
todos, cada uno en su puesto, cada uno cumpliendo con su deber, han dado todo
lo que han podido por sacar adelante a todos los enfermos que han llegado a los
hospitales a lo largo de todo este tiempo. Dentro del mundo pasional logroñés
nos hemos encontrado, como no podía ser de otra manera, con hermanos que han
pasado la enfermedad; unos la han superado, otros han sido vencidos por la misma
y descansan ya en los amorosos brazos de Dios.
Todos hemos oído y
visto como mucha gente del citado sector se quejaba de los pocos medios con los
que ha contado para enfrentarse a su trabajo; con la ausencia de los famosos
EPI’s, que si hay mascarillas o no, etc. Buceando es pastoralsj.org he
encontrado un texto que, sin poder compararse, si puede dar lugar a cierta
comparación. No siendo largo, es profundo, muy profundo. Solo el título es
indicativo. Nacho Narváez, sj, nos cuenta la suerte de los liquidadores de
Chernobil y las palabras de Francisco acerca de la posibilidad de cambiar el
mundo, por supuesto, desde Jesús.
Dejo una foto del
paso titular de la cofradía del Descendimiento de Cristo de Logroño en recuerdo
de Isabel y Victoria, dos Hermanas de la citada cofradía fallecidas en esta
pandemia.
LOS LIQUIDADORES DE
CHERNOBIL.
Pareció un relámpago. Una luz brillante y
silenciosa iluminó durante unos segundos el cielo de Prípiat la madrugada de
aquel 26 de abril de 1986. Pero era extraño: aquella noche la temperatura era
agradable y apenas había nubes en el cielo. Ese destello blanquecino, de color
lechoso, había durado más de la cuenta. Sería el relámpago de alguna tormenta
de primavera. Además, eran casi la una y media. Había que dormir.
Los 50.000 habitantes de Prípiat no se
preocuparon mucho. Por aquel entonces la ciudad se preparaba para la festividad
del 1º de mayo, una de las fiestas más populares en la Unión Soviética. Todo
estaba casi listo: el desfile de los trabajadores, el homenaje a los veteranos
de la Gran Guerra, la representación teatral organizada por los alumnos del
instituto… Por si fuera poco, ese mismo día se inauguraba el parque de
atracciones local, todo un orgullo para sus habitantes.
Prípiat no era una ciudad cualquiera.
Construida en 1970, nació junto a la central nuclear 'Lenin' para albergar a
los constructores, trabajadores e ingenieros de ésta. Era una ciudad
tremendamente joven: la edad media era de 26 años. La natalidad era altísima,
casi 1000 niños nacían cada año. La ciudad contaba entonces con un cine, un
hotel, gimnasios, piscinas y varios restaurantes, un verdadero lujo para
cualquier ciudad soviética de la época. Todo limpio, ordenado, moderno, joven,
eficiente. La central nuclear y la ciudad: un éxito socialista.
Pero los habitantes dormían sin saber que
a menos de dos kilómetros el reactor número 4 de la central nuclear saltaba por
los aires. La radiación equivalente a 500 bombas de Hiroshima estaba
convirtiendo el aire en puro veneno. A la 1:24 de la madrugada lo que pretendía
ser una sencilla prueba de seguridad provocó una explosión que destapó la
cubierta de uno de los reactores de la central. Pocos minutos después
comenzaron a llegar bomberos de toda la región para frenar el desastre. Había
que intentar parar el fuego para que el reactor nº 3 no estallara también.
Horas después consiguieron apagar el fuego. Algunos bomberos comentaban
extrañados que «el aire sabía a metal». Muchos murieron días después. El resto
falleció a lo largo de dos semanas debido a las enormes dosis de radiación
recibidas.
Al día siguiente todo debía parecer normal.
Los colegios no cerraron y la gente siguió con su vida habitual. Las
autoridades soviéticas, acostumbradas al hermetismo y a la censura, tardaron 36
horas en iniciar la evacuación de Prípiat. La única razón la dieron con un
breve comunicado por la radio local: «situación insatisfactoria». Nada más. La
URSS mostró una vez más su poco respeto por la vida humana, el desprecio que
sentía ante sus ciudadanos, simples peones al servicio de un régimen
totalitario. Hasta tres días y medio duró la evacuación. Mientras tanto, los
habitantes de Prípiat recibían dosis de radiación tremendamente elevadas.
Seguidamente, el gobierno de la URSS convocó a
miles de personas para ayudar a paliar las consecuencias del accidente. Fueron
600.000 personas. Los llamaron 'liquidadores'. Una cantidad veinte veces mayor
con la que Napoleón partió para la conquista de Egipto. Seis veces más grande
que los soldados aliados que desembarcaron en Normandía. Esa multitud estaba en
su mayoría compuesta de soldados, pero también había muchísimos voluntarios:
médicos, trabajadores, científicos, campesinos, mineros –miles–, estudiantes,
policías, etc. Muchos de ellos iban con la esperanza de recibir alguna
compensación económica o laboral. Otros, la gran mayoría, llegaron desde toda
la Unión Soviética con el único objetivo de salvar a su país de la catástrofe
nuclear.
Aseguraron el edificio del reactor 4,
limpiaron el área de basura radiactiva y construyeron el sarcófago que aún cubre
gran parte de la central. Realizaron un trabajo mortal: hoy día se discute el
número de víctimas, pero se calcula que de las 600.000 personas antes
mencionadas, 60.000 murieron, mientras que 160.000 quedaron inválidas para
siempre.
32 años después un sacrificio de este tipo nos
puede parecer absurdo. Inexplicable. Ir a un lugar peligroso, con ridículas
protecciones de papel y tela, con la única intención de ayudar a tu gente –a tu
país– puede parecernos un acto estúpido. El desastre atómico de Chernóbil
generó un milagro: en medio de un sistema dictatorial y en el contexto de un
accidente nuclear la vida apareció con una fuerza arrolladora. Vida que se dio
a sí misma. Hasta las últimas consecuencias.
El Viernes Santo del pasado año el papa
Francisco pronunció estas palabras «A pesar de todas las miserias, las
injusticias y la monstruosidad existentes sobre la tierra, en Jesús se ha
inaugurado ya el orden definitivo del mundo». Hoy día, muchas noticias nos
hacen ver que todo está perdido: que la muerte, el egoísmo y la violencia son
la tónica habitual de nuestro tiempo. La imagen de los 'liquidadores', con su
escasa protección, luchando sin descanso contra la radiación en un acto casi
suicida nos recuerda que, 2000 años después, el amor y la vida siguen siendo
mucho más fuertes que la muerte.
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