Cristo Resucitado que procesiona en Logroño
a mediados de los ochenta del siglo XX.
En esta pandemia que nos toca vivir, de
encierro “voluntario” en nuestras casas, hay sensaciones que aparecen en casi
todas las personas. Aunque los niños lleven ya unos días pudiendo salir a la
calle, aunque haya mucha gente que sale a la calle, pues tiene que trabajar, la
sensación de agobio se extiende entre amplias capas de la población.
José María Rodríguez Olaizola, sj., nos acerca
de manera clara y concisa a los miedos que muchas veces nos atenazan a todos.
El miedo, la pasión por vivir, el amor a los demás y el que recibimos de las
personas parecen estar en la base de estos miedos que nos rodean. Al fin de
cuentas, lo que nos trata de contar es uno de los significados de las palabras
que siempre repetía Jesús tras resucitar, “no tengáis miedo”
Dejo una imagen del resucitado logroñés en uno
de sus paseos por las calles logroñesas. Efectivamente, con Él, no deberemos
tener miedo.
EL LABERINTO DE LOS MIEDOS.
El laberinto del miedo tiene muchos
vericuetos. Es, como otros laberintos que vamos describiendo, un montón de
caminos entreverados, un embrollo en el que es fácil perderse. Su
particularidad es que este está poblado por monstruos. Monstruos que
amenazan lo que uno valora. Temes que esos monstruos acaben con bienes
que aprecias. Con aspectos de la vida que son importantes para ti, como puede
ser la presencia de tus seres queridos, la salud, la seguridad, o un trabajo
que te llena. Algunos de esos monstruos devoran la esperanza, cuando te impiden
creer que vas a conseguir algo que de veras te importa. También es amenazador
el miedo a que ocurra algo que no deseas: un accidente, un fracaso, un
diagnóstico indeseado... El peor de esos monstruos, el más aterrador, es el
miedo a perder a las personas que amas. Por distintos motivos: porque se tengan
que ir, porque mueran, porque se acabe el amor y te abandonen... Qué agonía
pensar que algo de eso ocurra.
Y así, uno pasea por un laberinto interior,
tratando de no encontrar a esos incómodos compañeros de camino que, como una
bruma densa, te impiden ver. Porque cuando se pegan a ti, se convierten en tu
sombra y no te dejan vislumbrar a dónde vas. Entonces pierdes el hilo, eres
incapaz de recordar la dirección, y en lugar de ir disfrutando el camino te
pierdes, repitiendo una y otra vez los mismos pasos: miedo a perder, miedo a no
valer, miedo a fracasar, miedo a equivocarte, miedo al abandono, miedo a
sufrir, miedo...
Solo hay una salida a ese laberinto. No dejes
que esos monstruos crezcan tanto que te impidan ver la salida y te paralicen. En realidad, no puedes hacer que
desaparezcan. Tememos porque somos conscientes de que el tiempo avanza, de que
muchas cosas cambian, no siempre en la dirección que queremos, y sobre todo,
porque nos importan esas cosas. De algún modo se podría decir que tememos
porque amamos. Y eso es bueno. Es bueno que no seamos indiferentes, que nos
importe lo que vivimos. Que nos importen, especialmente, las personas. La
trampa del miedo es hacernos huir de cosas que forman parte de la vida. Claro
que alguna vez fracasarás. Es parte del camino. Claro que alguna vez perderás
lo que tanto te ha costado conseguir. No pasa nada. Y, sobre todo, es posible
que alguna vez pierdas –por el motivo que sea– a las personas que amas. Porque
no podemos encadenarnos a ellas. Pero, ¿preferirías no haber amado?
El miedo es la señal de que algo nos preocupa,
de que ponemos pasión en lo que vivimos,
y de que somos conscientes de la fragilidad, del paso del tiempo, del valor
inconmensurable de muchas vivencias y momentos. Eso no es malo. Pero hay que
evitar que ese temor se convierta en un monstruo que paraliza o anula (porque
ese es el que te atrapa en su laberinto). Creo que eso es lo que quería decir
Jesús, cuando, una y otra vez, trató de decir a aquellos discípulos, que no
terminaban de entender en qué consistía la vida a su modo: «No tengáis miedo».
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