miércoles, 29 de abril de 2020

CORONAVIRUS: EL LABERINTO DE LOS MIEDOS.

Cristo Resucitado que procesiona en Logroño
 a mediados de los ochenta del siglo XX.
 
En esta pandemia que nos toca vivir, de encierro “voluntario” en nuestras casas, hay sensaciones que aparecen en casi todas las personas. Aunque los niños lleven ya unos días pudiendo salir a la calle, aunque haya mucha gente que sale a la calle, pues tiene que trabajar, la sensación de agobio se extiende entre amplias capas de la población.
José María Rodríguez Olaizola, sj., nos acerca de manera clara y concisa a los miedos que muchas veces nos atenazan a todos. El miedo, la pasión por vivir, el amor a los demás y el que recibimos de las personas parecen estar en la base de estos miedos que nos rodean. Al fin de cuentas, lo que nos trata de contar es uno de los significados de las palabras que siempre repetía Jesús tras resucitar, “no tengáis miedo”
Dejo una imagen del resucitado logroñés en uno de sus paseos por las calles logroñesas. Efectivamente, con Él, no deberemos tener miedo.
EL LABERINTO DE LOS MIEDOS.
El laberinto del miedo tiene muchos vericuetos. Es, como otros laberintos que vamos describiendo, un montón de caminos entreverados, un embrollo en el que es fácil perderse. Su particularidad es que este está poblado por monstruos. Monstruos que amenazan lo que uno valora. Temes que esos monstruos acaben con bienes que aprecias. Con aspectos de la vida que son importantes para ti, como puede ser la presencia de tus seres queridos, la salud, la seguridad, o un trabajo que te llena. Algunos de esos monstruos devoran la esperanza, cuando te impiden creer que vas a conseguir algo que de veras te importa. También es amenazador el miedo a que ocurra algo que no deseas: un accidente, un fracaso, un diagnóstico indeseado... El peor de esos monstruos, el más aterrador, es el miedo a perder a las personas que amas. Por distintos motivos: porque se tengan que ir, porque mueran, porque se acabe el amor y te abandonen... Qué agonía pensar que algo de eso ocurra.
Y así, uno pasea por un laberinto interior, tratando de no encontrar a esos incómodos compañeros de camino que, como una bruma densa, te impiden ver. Porque cuando se pegan a ti, se convierten en tu sombra y no te dejan vislumbrar a dónde vas. Entonces pierdes el hilo, eres incapaz de recordar la dirección, y en lugar de ir disfrutando el camino te pierdes, repitiendo una y otra vez los mismos pasos: miedo a perder, miedo a no valer, miedo a fracasar, miedo a equivocarte, miedo al abandono, miedo a sufrir, miedo...
Solo hay una salida a ese laberinto. No dejes que esos monstruos crezcan tanto que te impidan ver la salida y te paralicen. En realidad, no puedes hacer que desaparezcan. Tememos porque somos conscientes de que el tiempo avanza, de que muchas cosas cambian, no siempre en la dirección que queremos, y sobre todo, porque nos importan esas cosas. De algún modo se podría decir que tememos porque amamos. Y eso es bueno. Es bueno que no seamos indiferentes, que nos importe lo que vivimos. Que nos importen, especialmente, las personas. La trampa del miedo es hacernos huir de cosas que forman parte de la vida. Claro que alguna vez fracasarás. Es parte del camino. Claro que alguna vez perderás lo que tanto te ha costado conseguir. No pasa nada. Y, sobre todo, es posible que alguna vez pierdas –por el motivo que sea– a las personas que amas. Porque no podemos encadenarnos a ellas. Pero, ¿preferirías no haber amado?
El miedo es la señal de que algo nos preocupa, de que ponemos pasión en lo que vivimos, y de que somos conscientes de la fragilidad, del paso del tiempo, del valor inconmensurable de muchas vivencias y momentos. Eso no es malo. Pero hay que evitar que ese temor se convierta en un monstruo que paraliza o anula (porque ese es el que te atrapa en su laberinto). Creo que eso es lo que quería decir Jesús, cuando, una y otra vez, trató de decir a aquellos discípulos, que no terminaban de entender en qué consistía la vida a su modo: «No tengáis miedo».


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