Portadores de La Flagelación un Viernes Santo
"esperando" para portar su paso.
Vivimos en el tiempo de la rapidez, la
inmediatez, la conectividad. Todo debe hacerse ya. Y esta pandemia que estamos
padeciendo nos está haciendo trastocar nuestra vida. Nos planta en casa, dicen
los que saben, que “nos confinan”; como si la gente no estuviera dispuesta, por
el bien común de todos, a permanecer encerrados en casa. Hay
renuncia voluntaria en casi todo el mundo por el bien común.
Ante la inmediatez, José María Rodríguez
Olaizola, sj, en pastoralsj.org, nos plantea que la libertad, la verdadera
libertad debe venir sin prisas, con calma, lentamente; como cuando San Pablo
decía que “el amor es paciente….”.
Y que mayor paciencia que la de los cofrades
logroñeses en la Magna Procesión del Santo Entierro, deseando procesionar a sus
pasos, tocar su música a su titular o simplemente caminar delante de él, como
símbolo de pertenencia a esa pía asociación que es una cofradía. Y, a pesar de
las prisas, muchas veces, toca esperar. Os dejo una foto de los portadores de
la Flagelación, esperando en una parada para poder continuar su procesión; fotografía de Luis Gárriz Cano.
Maldita impaciencia.
¿Por qué no me llaman YA? ¿Por qué no me
escriben AHORA mismo? ¿Por qué pasan días, o acaso semanas, sin que llegue la
respuesta a mis anhelos, cuando la urgencia me muerde? Me siento, en ocasiones,
como un animal enjaulado, nervioso, inquieto, desesperado. Y lo peor es que la
jaula tiene algo de irreal, de imposible, de tramposo. Este mundo en directo
nuestro tiene muchas ventajas. La facilidad para estar en contacto constante, a
tiempo real, con todo el mundo, da calidad a nuestra vida y multiplica las
posibilidades. Acorta las distancias y evita los adioses. Cuesta dejar que se
serenen los días. Pero es un aprendizaje muy necesario en este mundo de vértigo
e inminencia. Permite estar siempre en contacto. ¿Cómo era el mundo sin
internet, sin móvil, sin correo electrónico? ¿Cuánto tardaba en llegar una
carta? ¿Cómo era tener que localizar a alguien sin presuponer que siempre
estamos disponibles? Cuesta acordarse ¡Qué rápido hemos entrado en estas
dinámicas de lo inmediato!
Pero la inmediatez puede ser una
promesa envenenada. Te acostumbras a tenerlo todo al momento. Y pierdes la
costumbre de esperar, o de disfrutar de la memoria de los momentos
buenos, porque demasiado pronto vuelves a pensar: «Quiero más». «Lo quiero ya».
«Lo quiero ahora…» El mismo grito urgente que te impide aceptar con gusto la
espera, cuando lo bueno se retrasa. Y el primer agobiado es uno mismo, incapaz
de saborear la vida, engulléndola con un ansia que nunca se sacia.
Dice san Pablo que «el amor es paciente…»
¡Ojalá! Uno se siente a menudo impaciente, preso de las prisas, temeroso de los
silencios, queriendo marcar los ritmos. Y la incapacidad para atesorar lo
vivido es en parte inseguridad, en parte miedo y en parte falta de fe. Pero, en
cualquier caso, duele, aprisiona y nos aboca a la tristeza. Creo que uno de los
principales caminos hacia la libertad es ir cultivando esa capacidad para
gustar despacio las cosas, para agradecer lo vivido o saber esperar lo que está
por venir.
Cuesta dejar que se serenen los días. Pero es
un aprendizaje muy necesario en este mundo de vértigo e inminencia. Así que, si
agobia la urgencia, toca cerrar los ojos, respirar hondo, reírse un poco de la
propia fragilidad y desprenderse de las cadenas con algo de estilo, buenas
dosis de humor y una pizca de fe.
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