Cristo de la Conversión. Juan de Mesa
Hermandad de Montserrat. Sevilla.
La
sensación de fracaso que se está extendiendo dentro de la sociedad no solo
española sino mundial a cuenta de este inesperado episodio del coronavirus nos
puede llevar a hacernos una pregunta ¿Y quién no?. Esta pregunta se la hace
José María Rodríguez Olaizola, sj, a cuenta del famoso incidente del
paracaidista que, en el último desfile de las fuerzas armadas españolas, chocó
con una farola.
Es
difícil reconocer nuestros propios fracasos; lo vemos diariamente en la
televisión, donde, casualmente, todo el mundo sabe lo mejor, lo que nos
conviene, lo que tenemos que hacer. Sobre todo los políticos que no se cansan
de decirnos lo mejor para nosotros; o no, o, realmente, nos están transmitiendo
lo que tenemos que hacer para conseguir ellos lo mejor para ellos mismos. Como
dice el autor del texto, la empatía, la honestidad y la humildad son las normas
a seguir para hacer un mundo no perfecto, pero si un poco menos malo.
Qué
mejor imagen puede ilustrar esta idea que el Cristo de la Conversión de la
sevillana hermandad de Montserrat. Relata el pasaje magistralmente narrado por
Lucas 23, 40-41, donde se produce la conversión de Dimas, el buen ladrón.
Impresionante crucificado realizada por Juan de Mesa y no menos las magníficas
imágenes de los ladrones realizadas por Pedro Nieto unos años después.
¿Y
QUIÉN NO?
Al margen de los insensibles de siempre, que
solo leen las cosas en clave de banderas y etiquetas, y que se regodean y
celebran lo que consideran una metáfora de no se sabe bien qué, quiero pensar
que la mayoría de la gente hizo ayer una lectura distinta del enganchón del
paracaidista que, a dos metros del suelo, se quedó colgando de una farola ante
las autoridades que presidían el desfile de las fuerzas armadas. La mayoría –y
así lo indicarían los aplausos– se sintió conmovida al intuir la desesperación
y ver el rostro crispado con el que el cabo Luis Fernando Pozo trataba de
mantener el tipo. Y se sintió conmovida al reconocer que ninguno estamos libres
de estas derrotas cotidianas.
Mira a tu historia. Es probable que reconozcas
un momento así. Un instante en el que la fatalidad parece haberse cebado en ti.
En que lo que hubiera podido ser perfecto se convirtió en catástrofe. Quizás
una catástrofe cotidiana, que vista con distancia no será tanto, pero que en el
momento supone un verdadero mazazo. Un tropiezo inesperado, un error de
cálculo, un momento de entusiasmo que te hizo perder la perspectiva, una
derrota amarga porque no debería haber llegado. Y entonces te ves devastado,
tan solo deseando que llegue el momento de estar solo para poder llorar a
gusto. Porque al menos no quieres romperte más delante de todos. Y cada palabra
de consuelo, cada gesto con el que intentan aliviarte, solo es un recordatorio
del golpe recibido,
¿Y quién no se ha estrellado alguna vez, en el
peor momento posible, con un obstáculo imprevisto? ¿Y quién no ha fallado justo
en lo que parecería su fuerte? ¿Y quién no ha tenido alguna vez ganas de
llorar, sin que el consuelo de otros ofrezca alivio?
Quizás si fuéramos capaces más a menudo de
ponernos en el lugar de los otros. Si fuéramos honestos para reconocernos en la
fragilidad tan compartida, y si fuéramos humanos para cuidarnos justo cuando
nos vemos más vulnerables, nuestra sociedad podría ser algo distinto, y mejor.
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