Santo Sepulcro logroñés un Viernes Santo en la calle Portales
Hoy Domingo de Ramos comienza la Semana Santa.
Siete días que culminarán con la Resurrección de Jesús. Al final del túnel, del
sufrimiento, del tormento, del abandono, de la soledad, del insulto, al final,
siempre hay luz. Y, en este caso, LUZ con mayúsculas. En estos días de
pandemia, uno de los temas que puede parecer más recurrente es el de la muerte.
Dejo el escrito de José María Rodríguez Olaizola sj sobre este tema a cuenta
del fallecimiento del jugador de baloncesto Kobe Bryant.
Para ilustrarlo, dejo una foto del Santo
Sepulcro de Logroño, seguramente uno de los mejores sino el mejor de los que
procesiona por toda España. El Cristo muerto,en el momento de mayor abandono
que casi prefigura la Resurección.
LO QUE LA MUERTE NOS DICE DE LA VIDA.
Una muerte joven siempre impresiona mucho. Y
si además es la de alguien como Kobe Bryant, de golpe provoca reacciones
infinitas. «La muerte parece llegar demasiado pronto». «Las cosas no tenían que
ser así». «¿Por qué él?» «No puedo creerlo». Estupor, negación, enfado, pena…
Hoy las redes se llenan de homenajes, de mensajes, de lamentos, de perfiles
sobre una figura que deja una huella imborrable en el baloncesto.
Pero este artículo no es sobre Kobe Bryant. Ni sobre el drama de su muerte (más atroz aún pensando que también falleció su hija, aún una adolescente) y varias personas más.Grande el legado que deja. Y grande la pasión que puso en un deporte con el que hizo disfrutar a muchos.
Pero este artículo no es sobre Kobe Bryant. Ni sobre el drama de su muerte (más atroz aún pensando que también falleció su hija, aún una adolescente) y varias personas más.Grande el legado que deja. Y grande la pasión que puso en un deporte con el que hizo disfrutar a muchos.
Pero este artículo es sobre la vida. La vida
que todos tenemos. Que terminará con la muerte. Que puede llegar en cualquier
momento. La muerte no entiende de títulos, de éxito o fracaso. Y de duración
entiende algo, pero no demasiado, porque ninguno tenemos una edad garantizada,
salvo la que tenemos en este momento. No es que debamos vivir asustados,
temerosos de un accidente o amenazados por la parca que está esperando tras
alguna esquina. No es que la perspectiva de morir, o de perder a quienes
amamos, tenga que paralizarnos. Pero sí debería darnos perspectiva. Para
dedicar el tiempo a lo que creemos importante. Para amar de la mejor manera que
sepamos. Para encontrar una pasión que llene nuestros días. Para no perder el
tiempo en batallas vanas. Para no dejar para «algún día» lo que pensamos que
debe ser «cuanto antes». Para llamar más a menudo a nuestros seres queridos.
Para decirnos más las cosas buenas. Para preguntarnos, aún con mucho vértigo,
si esto es todo o si hay algo más. Para vivir, cada día, sabiendo que puede ser
el último.
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